Guardián de la verdad revelada

¿Sabía usted querido lector que Colombia tiene un “comisario de la verdad”?  Yo no lo sabía. Acabo de descubrir esa maravilla, gracias a un artículo de El Colombiano. El comisario se llama Carlos Martín Beristain o Beristaín. Es vasco y trabajó en varios países latinoamericanos. En México trabajó en el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), del que hizo parte Ángela María Buitrago, ex fiscal cuya escandalosa parcialidad conocemos los que hemos escrito sobre la arbitraria detención, de más de ocho años, que sufrió el coronel Alfonso Plazas Vega, por haber derrotado al M-19 en el Palacio de Justicia en noviembre de 1985. Si mal no recuerdo el GIEI fue expulsado de México por mentirle al país y ser desleal con los familiares de las víctimas.

Sin embargo, la prensa colombiana presenta a Carlos Martín Beristain como un sabio y un santo laico. Pero es muy difícil saber siquiera cuándo nació (supe por un artículo de una universidad española que había nacido en Euskadi) y en qué universidad obtuvo los títulos de médico y psicólogo. Parece como si el comisario de la verdad hubiera borrado esos detalles en Internet. 

¿Cómo es posible que nadie se pregunte qué hacen en Colombia personajes extranjeros en altos cargos oficiales y con biografías tan poco transparentes? 

La página web de la Comisión de la Verdad dice que la especialidad de Beristain es  la “atención psicosocial de víctimas en el mundo”.  Nada menos. Su ascenso en Colombia ha sido vertiginoso. En julio de 2018 él era miembro de esa comisión, hoy es el comisario, es decir es el hombre de las galletas, de la verdad única, quien dice qué hay que creer y pensar. Beristain actuaba en Colombia desde antes. Un artículo de la prensa vasca dice que, en 2015, él ganó un premio de la Fundación Gernika Gogoratuz, del País Vasco español, “por su labor durante los últimos treinta años, en apoyo y acompañamiento a las víctimas de los conflictos violentos, tanto del País Vasco como en diversas partes del mundo como Guatemala, Colombia o el Sahara Occidental pero también en Bosnia, México, República Democrática del Congo o Ecuador, entre otros”. 

El comisario de la verdad es un amigo del colectivo de abogados Alvear Restrepo (Cajar) y tiene los reflejos acusadores de los mamertos. En mayo pasado, el doctor Beristain declaró que la empresa privada colombiana es “criminal”. Un  folleto de Alirio Uribe Muñoz, directivo del Cajar, recibió su total respaldo. “Ese informe, dijo el comisario, busca evidenciar algunas prácticas criminales de empresas privadas de los sectores extractivo, minero-energético, alimentario, industrial y ganadero, en el contexto del conflicto armado colombiano”.  Toda la Colombia que trabaja está en esa frase.   

En manos de un comisario, la verdad deja de ser un derecho, un aliciente del ser humano, para convertirse en la cosa de un individuo o de un grupo.  Bajo el control de una “comisión” o de un “comisario”, la verdad de las víctimas puede ser manipulada para servir a una casta.  

Beristain viaja mucho, por cuenta del erario público. En estos días su misión consiste, según El Colombiano, en  “ubicar y escuchar a los cerca de 500 mil colombianos que viven en el exilio para motivarlos a que aporten su verdad”. Para escuchar esa muchedumbre “ya ha visitado 18 países, en varios continentes”, explica por su parte El Espectador.

El comisario le echa la culpa de esos exilios a dos entidades: a los gobiernos colombianos y al “conflicto armado”. Jamás ha dicho que el terrorismo de las Farc, del M-19, Eln, Epl, Quintín Lame, tuvo algo que ver con la salida del país de miles de compatriotas. Las víctimas de los aparatos comunistas de terror, y de las AUC de extrema derecha, no cuentan, o son encasilladas por él de tal manera que no son visibles: todo cae dentro del pozo sin fondo del llamado “conflicto armado”.

En una entrevista atribuyó esos exilios al expresidente Turbay Ayala quien luchaba contra la barbarie del M-19. Y sin nombrarlos, explica que otros exilios se deben a Pastrana, por el fracaso de sus negociaciones en el Caguan y a Uribe, por su lucha contra los paramilitares de extrema izquierda (Farc/Eln) y de extrema derecha (las AUC), y a Duque por el “asesinato de líderes sociales”, sin mencionar una palabra sobre el papel central que juegan en esas matanzas las Farc/Eln y los carteles narcotraficantes.

Otra muestra de desequilibrio: según la Comisión de la Verdad, “en la década de 1980 los colombianos huían hacia Suecia, Francia y España por las llamadas ‘listas de la muerte’, alimentadas por nombres de líderes bajo la sospecha de ideología de oposición”, cuenta El Colombiano. Es decir, según esa comisión, había personas que debían huir pues el gobierno los perseguía por pensar (ideología de oposición), no por cometer crímenes. ¿Qué dice el doctor Beristain sobre los trece que secuestraron y asesinaron en 1982 a Gloria Lara de Echeverri, ex directora nacional de la Acción Comunal, después de mantenerla durante seis meses y cinco días en infame cautiverio? En octubre de 1983 ellos salieron del país hacia cuatro países europeos. ¿Se refiere a ellos cuando habla de perseguidos por “ideología de oposición”? 

En el portal de la Comisión de la Verdad, en cuatro líneas asombrosas (2), Beristain elogia discretamente la violencia como recurso para seguir vivo: “De la gente que, en medio de esa tragedia, se pasó de la UP a las Farc, todos están vivos. De los que se quedaron a luchar por la paz porque no creían en las armas, están todos muertos o en el exilio”. En claro, no en el novlangue fariano, Beristain dice: las Farc protegieron a los miembros de la UP que se fueron a disparar en sus filas y los que rechazaron la lucha armada “están todos muertos o en el exilio”. ¿Es necesario explicar por qué esa conclusión es grotesca y mentirosa? 

Si la imparcialidad de Beristain es discutible, también lo son sus métodos de trabajo. La compilación de los testimonios de las víctimas “del conflicto” es hecha de forma rarísima. Esa labor transcurre en las 40 o más “Casas de la Verdad” que la Comisión de la Verdad ha construido en el país.

 ¿Que son las “Casas de la Verdad”?

Son viviendas erigidas en algunos municipios por la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (CEV). Este organismo fue pactado en La Habana entre JM Santos y las Farc. En esas “casas de la verdad” les toman declaración a ciertas víctimas del conflicto, bajo el decorado cuasi esotérico que le imprime el jesuita Francisco de Roux, jefe máximo de la Comisión de la Verdad, desde mayo de 2018.

 ¡Qué raro todo eso! ¿Por qué no reciben esos testimonios en despachos oficiales? ¿Quién garantiza la seguridad de los declarantes? ¿Quién se hace cargo de la cadena de custodia de esos testimonios? ¿Quién impide que la interpretación tendenciosa de esos testimonios sea explotado con fines políticos? Nadie lo sabe. 

Ese estilo de trabajo significa que el aparato de Estado legal, constitucional,  tiende a desaparecer y es substituido por un aparato paralelo invisible o casi. El “acuerdo de paz” no es sólo un papel. Es, sobre todo, la construcción de un aparato de Estado paralelo cuya expresión más visible y aberrante es hoy la denominada “Justicia especial de paz” (JEP). Pero hay otras construcciones. Las “casas de la verdad” hacen parte de ese aparato etéreo sin respaldo constitucional.

¿Por qué la verdad de las víctimas debe pasar por el tamiz de un “comisario de la verdad” y ser enseguida el monopolio de una “comisión de la verdad”? Porque en la sociedad totalitaria, como explicó George Orwell, la verdad debe ser triturada, remodelada, lacerada para que el Big Brother estalinista pueda alterar el pasado y controlar el futuro. 

No podemos dejar la verdad de las víctimas de la subversión narco-comunista en manos de un “comisario”, ni en las cajas de una “comisión”. La verdad debe ser ventilada en libertad. En lugar de manipular y sojuzgar la verdad, los países en conflicto requieren, antes que nada, tribunales de justicia que verifiquen los hechos y castiguen a los criminales.

En Colombia no tenemos, en estos momentos, quien haga ni lo uno ni lo otro. ¿Cuándo el gobierno de Duque pondrá fin a esas anomalías y podrá las cosas a marchar normalmente?

(1).- https://www.elespectador.com/colombia2020/justicia/verdad/una-parte-de-la-verdad-del-conflicto-esta-exiliada-carlos-beristain-articulo-879122/

(2).- https://comisiondelaverdad.co/actualidad/blogs/para-pacem

¿Joe Biden gran amigo de Colombia?

El Plan Colombia, en marzo de 2000, no tenía como objetivo atacar y vencer a las guerrillas marxistas. Ese plan fue diseñado para luchar contra el tráfico de drogas. La línea del plan Colombia, respecto de las FARC y el ELN, era muy preciso: “hacer la paz con las guerrillas izquierdistas”. Esa era la línea que el gobierno de Bill Clinton había trazado para el Plan Colombia. El iniciador de ese plan, el presidente Andrés Pastrana, aceptó ese esquema y éste no cambió en las versiones que adoptó a lo largo de esos años.

La idea de que el senador Joe Biden es “un convencido de la lucha contra el terrorismo” y de que él “se dio cuenta de que el Plan Colombia era la única salida a una guerrilla penetrada por el narcotráfico” (1) es imprecisa y equívoca. Esa “salida” consistía en ceder ante la guerrilla en una “negociación de paz” como la que Pastrana impulsó desde octubre de 1999, con ayuda de Clinton y durante tres años, lo que condujo al reforzamiento de la narco-guerrilla.

El presidente Clinton se empeñaba en no ver que las guerrillas marxistas colombianas eran el principal enemigo de la democracia. Estas estaban ya metidas hasta el cuello en el narcotráfico y dirigían esa actividad en varias regiones de Colombia, pero no debían ser desmanteladas, según Washington. Las FARC y el ELN, empero, no querían sólo traficar con drogas sino derrotar al Estado, tomarse el poder y destruir el sistema democrático.

La Casa Blanca de esa época, bajo orientación demócrata, deslindaba, por puras razones ideológicas, esos dos campos inextricables. Su línea progresista era: para los narcos y paramilitares de extrema derecha, la guerra, y para la subversión narco-comunista, una “salida negociada”.

Colombia duró mucho tiempo escandalizada por el hecho de que los helicópteros de combate que el Pentágono daría a las Fuerzas Armadas de Colombia, como resultado del Plan Colombia, no podrían ser utilizados para atacar a las FARC ni al ELN. Hacerlo podría llevar a la suspensión del Plan Colombia.

Esa era la línea que Joe Biden defendía sobre el Plan Colombia. “Quiero ser enfático en que las armadas del mundo y en especial las americanas deben trabajar hombro a hombro para atajar el narcotráfico y cerrarle el paso a sus nefastas consecuencias”, reiteró Andrés Pastrana en su discurso ante la Conferencia Naval Interamericana en Cartagena, el 27 de marzo de 2000. No dijo allí nada sobre “atajar” la subversión armada.

Esa orientación de lucha, exclusiva “contra el narcotráfico”, no cambió en ninguna de las cuatro versiones del Plan Colombia redactadas a lo largo de ese periodo.

En enero de 2000, el gobierno de Pastrana había suspendido las órdenes de captura contra seis jefes de las FARC y organizado para ellos un viaje de estudios a Europa para que esos criminales, con los que estaba en “diálogos” de paz, “recogieran experiencias sobre el desarrollo económico y social que puedan ser aplicadas en el país”, según declaró en esos días, a la agencia AFP, Guillermo Fernández de Soto, ministro de Relaciones Exteriores de Colombia.

Así, Raúl Reyes, Iván Ríos, Simón Trinidad, Fabián Ramírez, Joaquín Gómez y Felipe Rincón, partieron ese 2 de febrero de 2000, bien encorbatados y con pasaportes nuevos,  en avión hacia Oslo, en compañía de Victor Ricardo, Comisionado de Paz del gobierno. Esa gente visitó cinco o seis países y realizaron una conferencia de prensa en París, el 24 de febrero de 2000, antes de regresar a Bogotá. Todo pagado por Colombia y por el Plan Colombia.

Tal era el espíritu que reinaba en esos momentos.

El “zar antidrogas” de Estados Unidos, Barry McCaffrey, nombrado por Clinton, durante su visita a Bogotá, a finales de febrero de 2000, dijo que “la estrategia integral” del Plan Colombia era “luchar contra las drogas, hacer la paz con las guerrillas izquierdistas y reactivar la economía”.

El general Charles Wilhem, jefe del Comando Sur, y el congresista americano John Murtha,  le confirmaron el 17 de mayo al presidente Pastrana, en entrevista oficial en la Casa de Nariño, que Washington aportaría 1.300 millones de dólares de los 7 500 millones de dólares que comportaba  el Plan Colombia (Colombia aportaría 4 000 millones de dólares a ese plan) para “luchar contra el narcotráfico, impulsar el proceso de paz con las guerrillas, promover el desarrollo social y reactivar la economía”.

La víspera, las FARC habían dado un paso más en la escalada de barbarie: asesinaron a doña Elvia Cortés, de 55 años, en Chiquinquirá, tras obligarla a portar durante seis horas un collar de dinamita por negarse a pagar un rescate de 7.500 dólares. Jairo López, el policía que trató de desactivar la bomba, también murió. Un mes antes, en plena negociación de paz, las FARC habían anunciado, que cobrarían un “impuesto a los ricos” y que secuestrarían a quien no lo pagara. Pastrana canceló la reunión sobre la droga con delegados de 18 países, incluido Estados Unidos, en la zona controlada por las FARC, para finales de mayo, pero siguió el “proceso de paz”. Tras los hechos de Chiquinquirá, Luis Garzón, el presidente comunista del sindicato CUT, rechazó el Plan Colombia diciendo que eso llevaría a una “intervención militar extranjera” en Colombia.

En el comité del Senado americano que discutía el Plan Colombia había gente que no quería saber que Colombia vivía semejante tragedia. La senadora demócrata Nancy Pelosi propuso que el dinero del Plan Colombia fuera utilizado más bien para luchar contra la drogadicción en Estados Unidos. Gene Taylor, Jim Ramstad y otros intentaron hundir la ayuda antinarcóticos. Las transacciones no avanzaban. El impasse terminó gracias a un acuerdo entre republicanos y demócratas. Los papeles centrales fueron jugados por Dan Burton, demócrata; Benjamin  Gilman, republicano; Porter  Gross, republicano;  William Delahunt, demócrata, y Sam Farr,  demócrata. Los archivos no muestran a Joe Biden como el gran defensor del Plan Colombia en esos momentos cruciales.

Los obstáculos continuaron. Los Comandantes de la Fuerza Aérea y de la Policía colombianas, generales Fabio Velasco y Rosso José Serrano, se quejaron, en mayo de 2000, por la decisión de ese comité de cambiar los helicópteros Black Hawks por helicópteros Hueys fuera de servicio que tenían menos capacidad de carga y transporte de tropas, autonomía nocturna y menor techo de vuelo.  De los 30 Black Hawks y los 33 Hueys anunciados, la comisión autorizó 60 Hueys “repotenciados”. El subsecretario de Estado Thomas Pickering tuvo que admitir después que tal cambio “perjudica los esfuerzos por reducir la producción de drogas y ocasiona un mayor costo material y humano”. Gracias a gestiones del senador Chris Dodd, no a Biden, algunos Black Hawks regresaron al plan.

La economía colombiana estaba al borde del colapso por la acción de la narco-guerrilla. Solo en los tres primeros meses de 2000 la escalada dinamitera de las FARC y el ELN había derribado 110 torres de alta tensión y causado pérdidas al sector eléctrico por valor de 6.1 millones de dólares. El 22 de marzo, esas guerrillas provocaron un apagón en Bogotá y en los departamentos del centro y noroeste de Colombia, que dejó pérdidas por valor de 10.2 millones de dólares a la economía nacional. Ese día, una agencia de noticias resumió: “Desde 1999, las FARC y el ELN han dinamitado unas 360 torres de conducción eléctrica en diversas localidades de Colombia”.

Sin embargo, el gobierno había cedido a las FARC, en ese mismo periodo, el control de un inmenso territorio desmilitarizado, de 42 000 km², para adelantar allí las inútiles “negociaciones de paz” del Caguán. Y trataba igualmente de llevar a una “mesa de conversaciones” al ELN. Pastrana quiso darle al ELN una zona desmilitarizada de 4 727 km², entre Antioquia y Bolívar, pero la oposición a ese plan, expresada tanto por las fuerzas militares como por los alcaldes de los tres municipios afectados, obligaron a Pastrana a echar marcha atrás.

La libertad de la prensa estaba agonizando. Tirofijo había acusado a los periodistas y a los dueños de los medios de estar “al servicio de los grandes monopolios”. La periodista María Helena Salinas había sido asesinada y el periodista Guillermo “La Chiva” Cortés, de 73 años, había sido secuestrado el 22 de enero de 2000 por las FARC. Siete periodistas habían sido asesinados en 1999, 300 habían recibido amenazas de muerte y 200 jueces también habían sido amenazados. En marzo de 2000, Francisco Santos, uno de los directores del matutino El Tiempo, y el periodista Fernando González “Pacheco”, habían tenido que huir del país por las amenazas de las FARC. Tirofijo estaba furioso contra “Pacho” Santos por las manifestaciones que él organizaba contra la ola de secuestros de civiles de las guerrillas y de los paramilitares.

En el exterior, Piedad Córdoba hacia un eficaz lobby contra el Plan Colombia.  La propaganda de las FARC/ELN, que definía el Plan Colombia como “una declaración de guerra”, hacia estragos. Los congresistas demócratas y algunos republicanos veían a la fuerza pública colombiana como un problema y le imputaban a ella la degradación de los derechos humanos que cometían sobre todo las guerrillas. Y veían erróneamente a los paramilitares de la AUC como apéndice de la fuerza pública.

La Ong izquierdista Human Rights Watch y el sueco Anders Kompas,  de la ONU en Bogotá, acusaban no solo a los paramilitares sino también al gobierno y a la fuerza pública de ser los causantes de la “degradación  de los derechos humanos”. La respuesta a esas presiones fue aprobar una ley confusa sobre el crimen de genocidio, que el gobierno objetó tímidamente pues “violaba normas constitucionales que facultaban a los cuerpos de seguridad para combatir a los grupos alzados en armas”. El resultado final no fue brillante. El Fiscal General, Alfonso Gómez Méndez, dijo que esa ley podría “tolerar (el genocidio) cuando se trata de grupos no legalmente permitidos”.

La ayuda americana al Plan Colombia fue finalmente firmada por Clinton el 13 de  julio  de 2000. La Unión Europea rechazó el Plan Colombia, el 24 de octubre de 2000. Ese enfoque de lucha exclusiva contra el narcotráfico y de ceder ante el comunismo armado significó para Colombia una enorme pérdida de vidas humanas, de riqueza y de tiempo. El senador Biden jamás trató de corregir ese grave error. Sólo hasta noviembre de 2001, el presidente Pastrana le pidió al nuevo jefe de Estado americano, George Jr Bush –republicano y en el cargo desde el 20 de enero de 2001–, permitir que la ayuda estadounidense del Plan Colombia pudiera ser utilizada para entrenar los batallones anti guerrillas. Washington respondió afirmativamente.  El 20 de febrero de 2002, ante la ausencia de acuerdos serios y el aumento de las matanzas y secuestros de las Farc, Pastrana le puso fin al experimento del Caguán.

Durante el gobierno de Pastrana, las FARC realizaron 907 ataques armados. Las perdidas industriales de Colombia fueron de 48,6% entre 1988 y 2002, según la ministra de Defensa del presidente Álvaro Uribe, Marta Lucía Ramírez, en octubre de 2002 (2).

Por fortuna, el enfoque del Plan Colombia tomó la dirección correcta tanto en Colombia como en Estados Unidos con la llegada al poder, respectivamente, de Uribe y de Bush.

La política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe impidió la caída de Colombia en la esfera socialista y desmanteló en gran parte la narco-guerrilla, así como a los narco-paramilitares. Desafortunadamente, la línea clintoniana de ceder ante las guerrillas fue resucitada por el presidente Barack Obama (enero 2009-enero 2017). El nefasto acuerdo de La Habana entre JM Santos y las Farc, que fue rechazado por los colombianos en el referendo nacional de 2016, condujo a un fuerte aumento de la producción y tráfico de cocaína, a un refuerzo de las FARC y del ELN y empujó una vez más a Colombia hacia el borde del abismo castro-chavista. Nada indica que la política de Joe Biden, en caso de resultar ser elegido presidente, sea la de ayudar a Colombia contra la subversión armada ni la de luchar exitosamente contra los regímenes totalitarios que atentan contra la paz y la prosperidad en el mundo. Con el factor agravante mayor: el partido demócrata americano, y la prensa y otros medios de información americanos, son hoy mil veces más radicales y marxistas que los de la época de Bill Clinton.

(1).- Ver el artículo de Andrés Pastrana en El Tiempo del 8 de noviembre de 2020: https://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/andres-pastrana-arango/el-presidente-biden-un-gran-aliado-de-colombia-columna-de-andres-pastrana-547862/

 (2).- Ver Eduardo Mackenzie, Las Farc fracaso de un terrorismo, Random House Mondadori, Bogotá, 2007, página 469.